miércoles, 3 de enero de 2018

Fábricas de cración cultural

COMO EN otras actividades humanas la elaboración de un contenido cultural requiere esfuerzo, ensayo y error. Hay arquetipos, por supuesto, copias y entramados que producen actividades y contenidos pret a porter que no se basan en un proceso creativo singular y a veces estas propuestas triunfan, venden millones de copias y generan notables economías. Cuando André Malraux definió la democracia cultural como un sistema que aproximara la cultura a la sociedad facilitando una accesibilidad universal, daba por supuesto que los creadores de referencia eran artistas singulares. Los aires de cambio de los años sesenta propiciaron una idea diferente: ya no se trataba de acercar la cultura a los ciudadanos sino de promover su capacidad creativa, convirtiendo los centros culturales distribuidos en el territorio en espacios de creación y producción cultural. De la democracia cultural se pasó a la democratización de la cultura.
Esta proliferación de contenidos dio lugar a la aparición de una figura emblemática dentro de la cultura a la que denominamos productor, la cual se caracteriza por conocer perfectamente los gustos del mercado, controlar las tendencias, gestionar los públicos y ante esta información decidir cuál es el contenido adecuado en cada caso. El productor y en buena medida su alter ego imprescindible: el programador, configuran el engranaje comercial de la cultura y una pieza esencial para entender su funcionamiento como mercado.
En los equilibrios que dotan de sentido el mundo de la cultura el productor dialoga con el creador sobre dos elementos básicos: por un lado, la viabilidad de la propuesta artística y, por otro, las características de una demanda que en general está preestablecida. El productor inquieto y arriesgado busca que una incida en la otra; el productor sosegado y asegurado mira que una se adapte a la otra. No hay mucho más en realidad.
Este diálogo que ha dado tanto que hablar en el mundo del teatro, del cine o de la literatura, que ha generado rencillas, odios y frustraciones solo puede equilibrarse si las partes se comprenden y actúan de manera competente e informada.
Al productor no hay que darle demasiadas cosas, si acaso recursos que reduzcan su riesgo económico y que incentiven un mayor riesgo artístico. Su espacio de trabajo es el mercado y dispone de escenarios de todo tipo para vender su producto. El creador, en cambio, lo tiene más difícil para desarrollar su trabajo en condiciones óptimas y evitar, con ello, convertirse en una víctima indefensa del productor. Esta es la función de las fábricas de creación.
En este sentido las fábricas no son únicamente espacios donde el creador dispone de los instrumentos necesarios para crear en buenas condiciones, son también el lugar donde creador y productor dialogan para conseguir que los mercados de la cultura se renueven e incorporen proyectos de manifiesta calidad y riesgo artístico y son el entramado relacional que impide que sea el mercado quien rija los destinos del artista y no al revés, tal como se justifican y cobran sentido las políticas públicas de cultura.
Las fábricas de creación tienen sentido si interrelacionan a los distintos agentes culturales, si se convierten en gestoras de los nodos que permiten innovar, arriesgar y ampliar los imaginarios artísticos de la sociedad y lo pierden, en cambio, si únicamente son el refugio de los artistas que huyen del mercado por miedo a la crítica o por pánico al fracaso.



Esta noticia esta sacada del periodico digital El Mundo

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