COMO EN otras actividades humanas la elaboración de un
contenido cultural requiere esfuerzo, ensayo y error. Hay arquetipos,
por supuesto, copias y entramados que producen actividades y contenidos pret a porter
que no se basan en un proceso creativo singular y a veces estas
propuestas triunfan, venden millones de copias y generan notables
economías. Cuando André Malraux definió la democracia
cultural como un sistema que aproximara la cultura a la sociedad
facilitando una accesibilidad universal, daba por supuesto que los
creadores de referencia eran artistas singulares. Los aires de cambio de
los años sesenta propiciaron una idea diferente: ya no se trataba de
acercar la cultura a los ciudadanos sino de promover su capacidad
creativa, convirtiendo los centros culturales distribuidos en el
territorio en espacios de creación y producción cultural. De la
democracia cultural se pasó a la democratización de la cultura.
Esta
proliferación de contenidos dio lugar a la aparición de una figura
emblemática dentro de la cultura a la que denominamos productor, la cual
se caracteriza por conocer perfectamente los gustos del mercado,
controlar las tendencias, gestionar los públicos y ante esta información
decidir cuál es el contenido adecuado en cada caso. El productor y en
buena medida su alter ego imprescindible: el programador,
configuran el engranaje comercial de la cultura y una pieza esencial
para entender su funcionamiento como mercado.
En los
equilibrios que dotan de sentido el mundo de la cultura el productor
dialoga con el creador sobre dos elementos básicos: por un lado, la
viabilidad de la propuesta artística y, por otro, las características de
una demanda que en general está preestablecida. El productor inquieto y
arriesgado busca que una incida en la otra; el productor sosegado y
asegurado mira que una se adapte a la otra. No hay mucho más en
realidad.
Este diálogo que ha dado tanto que hablar en el
mundo del teatro, del cine o de la literatura, que ha generado
rencillas, odios y frustraciones solo puede equilibrarse si las partes
se comprenden y actúan de manera competente e informada.
Al
productor no hay que darle demasiadas cosas, si acaso recursos que
reduzcan su riesgo económico y que incentiven un mayor riesgo artístico.
Su espacio de trabajo es el mercado y dispone de escenarios de todo
tipo para vender su producto. El creador, en cambio, lo tiene más
difícil para desarrollar su trabajo en condiciones óptimas y evitar, con
ello, convertirse en una víctima indefensa del productor. Esta es la
función de las fábricas de creación.
En este sentido las
fábricas no son únicamente espacios donde el creador dispone de los
instrumentos necesarios para crear en buenas condiciones, son también el
lugar donde creador y productor dialogan para conseguir que los
mercados de la cultura se renueven e incorporen proyectos de manifiesta
calidad y riesgo artístico y son el entramado relacional que impide que
sea el mercado quien rija los destinos del artista y no al revés, tal
como se justifican y cobran sentido las políticas públicas de cultura.
Las
fábricas de creación tienen sentido si interrelacionan a los distintos
agentes culturales, si se convierten en gestoras de los nodos que
permiten innovar, arriesgar y ampliar los imaginarios artísticos de la
sociedad y lo pierden, en cambio, si únicamente son el refugio de los
artistas que huyen del mercado por miedo a la crítica o por pánico al
fracaso.
Esta noticia esta sacada del periodico digital El Mundo
En el presente blog trataremos varios temas relacionados con la Animación SocioCultural,la educación social, acción comunitaria, trabajos, participación ciudadana, noticias, entre otras cosas que nos parezcan interesantes informaros. Esperamos que aprendais mucho con nosotros y disfruteis de vuestra visita!
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